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martes, 21 de junio de 2011

Abriendo una ventana...

Sale el sol
como quien rompe un muro
y, poco a poco, va abriendo
una ventana.

Sale el sol
y rasga el gris de las paredes,
y empuja puertas,
y trae esperanza.

Sale el sol
como un lamento inmenso
que transforma el cielo en grito
y la angustia en rebeldía.

Mueve las rocas,
alimenta el agua,
calienta los músculos,
despedaza el silencio.

Sale el sol,
para que la ventana se haga grande,
para que los ojos brillen
y pueda respirar de nuevo.

Sale el sol tendiéndome la mano,
y murmulla no te escondas
y murmulla no te rindas
y murmulla no te olvides.

Uno, doscientos, mil muros más
que pueda haber mañana. No importa.
También con el mañana vendrá
el sol que los derrumbe

miércoles, 15 de junio de 2011

Algunas veces mejor no preguntar

Magdalena en el bosque del amor, Emile Bernard
PONGAMOS, para empezar, un mañana de objetivos cumplidos, de energías, de sonrisas.
Hagásmoslo fácil, sonriamos desde ya, recordemos que hay tiempo, sin presiones, sin remordimientos, sin culpas.

Pongamos que mañana hace sol y una suave brisa que mueve las hojas del árbol frente a mi ventana. Que enciendo la radio y escucho una canción hermosa y vital que nunca había oído. Los huevos  sabrán mañana mejor que ningún otro día, y él sonreirá también y bajará a por croissants y zumo con un beso.

Pongamos que me siento a escribir y escribo, y termino por fin ese trabajo que me atormenta. Y en la tarde huelo palomitas en la cocina después de hablar con mi abuelo y decirle que le quiero. Y después mi amor y yo vemos una película abrazados y, mientras atardece, hacemos el amor, largo, intenso, sincero.

Pongamos una pizza de salmón para la cena, y un par de mails enviados a quien tanto cuesta escribir. Un paseo por los puentes de Ámsterdam de noche, sabiendo que es de las últimas veces, y unos besos de camino a la cama.

Pongamos que cierro los ojos y de repente el peso se ha marchado, y mis músculos se aflojan y respiro tranquila.
Pongamos que a partir de mañana la culpa se habrá ido. Y el miedo también, todo tiene un final (¿verdad Jorge?).
Pongamos que vuelvo a dormir y a soñar por las noches, a partir de mañana.

lunes, 13 de junio de 2011

La noche era silencio

Por las noches oigo las pisadas de la gente, y el ruido del radiador llenándose de agua, y los interruptores de otras casas. El sonido de la cadena de vez en cuando, a veces la lluvia contra el cristal, a veces el viento entre las hojas.
Te oigo respirar fuerte a mi lado. Es una respiración graciosa porque puedo verte en la oscuridad, el sonido me hace imaginarte: la boca un poco abierta, una mano sobre el pecho, de vez en cuando una patada. La noche no es silenciosa ni un momento. Luego llenan mis tripas, que se aburren de los sonidos rítmicos de mi pulso. Se mueven, congestionan, aprietan el pecho. Cambio de postura, tú tal vez te mueves, y a lo lejos pasa una moto o un coche.
Entonces recuerdo lo fácil que era. Recuerdo pensar que la noche era silencio porque nunca la había escuchado. Al cerrar los ojos me dormía, incluso sin sueño, incluso lejos de casa. Ahora sé que la noche es ruidosa, que yo soy ruidosa. Mi cabeza no para.
Cierro los ojos y comienzan las imágenes. Veo conexiones de colores, imagino mi columna tumbada junto a ti, que sigues respirando fuerte. La imagino fucsia, brillando en la oscuridad del cuarto, sobre la cama, casi fuera de mi cuerpo, flexible, curva. Cada vez más curva. Mi cuerpo también, cada vez más curvo, casi contraído. Temo despertarte. Sin embargo, no me he movido un centímetro. Mi espalda, mi columna, se separa en cada vertebra. Tomo conciencia de cada una o cada una de ellas toma conciencia de mi y se separa. Se rebelan por forzarlas durante el día, por no prestarlas atención. Especialmente mi cuello. Las vertebras se niegan a sujetar el peso de mi cabeza. Cada vez más fucsia, cada vez más brillante, cada vez más lejos. Suena una vertebra en mi cuello, un ruido atronador que estalla en mis oídos. No puedo moverme, no puedo abrir los ojos, no puedo dormir, no puedo despertar. Te oigo respirar fuerte a mi lado. No me he movido ni un centímetro.
La indolente, Pierre Bonnard

Miedo

Me reconocerás por los escombros,
por los pequeños trozos de cristal de mi piel,
por los arañazos de mi espalda,
por la cicatriz en mis muñecas.

Podrás ver cada llaga de mis pies.
Huir, correr, escaparme.
Las marcas de sus mordiscos en mis muslos
perfectamente asimétricas.
Y en mi pecho también,
rebosante de leche materna,
destrozado por sus dientes,
ya nunca más mío.

Mi vientre es un agujero negro, un vacío.
Huir, correr, escaparme otra vez.
En mi rostro ¡mírame! cicatrices,
por cada vez que me rompían,
que partían un sueño.
Un hilo de sangre en la nariz,
los ojos que apenas puedo abrir llenos de rabia.

Las piernas me tiemblan.
Huir, correr, escaparme siempre.
En los tobillos la marca de las cadenas,
mis manos frías, los pies de un muerto,
las rodillas moradas de arrodillarme,
bloqueadas, apretadas, cerradas las piernas.

Cada rotura, cada herida, cada marca,
cada trozo de piel rasgado que he heredado,
de mi madre, de mis madres, de todas, de ellas,
está aquí, dibujado en mi cuerpo,
tumbado conmigo.

Agazapada en la noche mientras tú duermes,
mientras sueñas a mi lado
con que apenas tengo veintiséis años,
con que a veces soy feliz,
con que a veces lloro sola,
me reconocerás mañana por los escombros.

Mi espalda llena de cristales de la caída,
los ojos abiertos en la noche, el pulso acelerado.
Nadie me ha tocado, todavía.
Duermo en la cama al lado del hombre que quiero,
y sin embargo, he heredado un alma hecha de escombros.