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sábado, 24 de diciembre de 2011

Cariño

Desde que él se fue, le costaba respirar. Le costaba recordar quién era ella.
Durante miles de años jugaron a no conocerse, a ser extraños que concidían en  la casa por horas, compartiendo nada más que sus soledades. Despues tuvieron que encontrarse y una nueva vida empezó para los dos. Descubrieron al otro, el cariño y el cuidado de esperar juntos a que la vejez se extendiera por sus venas. 
Excursion into philosophy, Hopper
Nadie lo vio tan claro, ni si quiera ella, hasta que él se fue. Entonces se dió cuenta de que él la había querido más que nadie. Porque él sabía, sabía todo, incluso lo que ella había querido olvidar, lo que había maquillado a través de los años de gran señora. Y sin embargo guardó su secreto; lo guardó tan bien, que lo olvidó para no hacerle daño al recordar. 
En cambio ella se hizo fuerte en los errores de él.  Los repetía casi con saña y lo excluía de los hijos que  no quiso compartir nunca. Y sin embargo, cuando él se marchó, a mi abuela le faltó el aire. Le faltó el cómplice con el que compartía su necesidad de olvidar sus fallos, de olvidar la guerra y también el propio desencanto consigo mismos. Ella nunca enmendó del todo sus errores con el mundo, ni pidió perdón a nadie. Sin embargo, se fue tras él una noche, yo creo, para decirle de una vez por todas que no podía, que no quería ya ser más sin él. O tal vez él la vino a buscar, quizá le susurró al oído que le acompañara, que conocía un lugar donde el pasado no pesaba tanto, ni ellos mismos, ni había dolor. Puede que él no se marchara nunca hasta esa noche, que la esperara paciente, sentado en la cama. Y entonces le cogió la mano, le dió un beso y se miraron sonriendo. Ella le llamó cariño, como cuando estaban solos, y él le dió miles de besos. Y se marcharon juntos, en silencio, cuando amanecía.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Pactos rotos

Amantes, Marc Chagall
En la canción de los amores olvidados debería dibujar un banco entre cuatro fuentes, entre cuatro estaciones a la puerta del museo. Una noche de, qué decir, casi primavera, tarde y solitaria en medio de Madrid. Debería dibujar también un momento en el que apoyé mi cabeza en tu espalda y te enamoré para siempre (lo que duran los "parasiempres" en esta ciudad, claro). 
Quiero pensar que en la canción también estarían escritos tus acordes, los que tocabas acariciando mi pelo en la oscuridad. A veces me pregunto si yo merecí en verdad uno solo de tus poemas, aunque ni siquiera sé si alguna vez existieron, si los borraste, o los dedicaste a otras después de que yo no te siguiera. Siempre pienso lo injusto que es no enviar las palabras escritas para alguien. Las palabras, así, secuestradas sin destinario, deben sentirse medias palabras,  letras vacias sin objetivo. Perdidas ya sin la necesidad del otro, escritas sólo para recordar uno mismo, para no olvidar. Son palabras egoistas; mírame aquí haciendo lo mismo. Yo al menos, eso sí, te doy la oportunidad de que te pierdas por el universo y descubras todas estas líneas mirándote de frente, desafiándote a revelar si de verdad me quisiste, si aún te acuerdas de mí. 
En la canción de los amores olvidados no puedes ser el único, ni siquiera el primero, ni siquiera el más amado. Sin embargo, eres el único al que quiero escribir esta noche. Deseo contarte que en todo este tiempo te he visto algunas veces, que otras hice como si no te viera y en otras muchas te busqué y no logré encontrarte. ¿Cómo estás? No puedo ni imaginar en qué piensas ahora, a quien miras como me mirabas a mí. Yo no he crecido ni un centímetro, a veces pienso que soy más baja que nunca. A estas alturas debo confesar que no cumplí el pacto, fuera el que fuera.