El olor fuerte a incienso lo invade todo antes de que mis ojos reconozcan la luz. Tras cruzar la puerta estallan los murmullos rítmicos de la gente arrodillada, palabras que no entiendo, que se me escapan entre los dedos como la luz de las mil velas que se extienden por el suelo y, sin embargo, no alcanzan para iluminar más allá de sus rostros, a veces sus manos. Son manos oscuras, y arrugadas, manos de campo, fuertes y más grandes que ellos mismos. Se las pasan por la cara y por el cuerpo, después de recoger entre sus toscos dedos el aire lleno de incienso y de humo de vela. Lleno también de algo que todavía no alcanzo a entender, pero que empiezo a sentir en el vello de mi piel. Es un rumor que viene de lejos, una brisa suave que recorre el final de mi espalda y de mi nuca. De repente mi propio reflejo me sorprende, mi reflejo en los espejos al cuello de uno de los santos que recorren las paredes, encarcelados en sus cajas de cristal, encadenados con los espejos al cuello y la mirada distante. Entre ellos, en un lado, Jesús, sí, lejos del centro, entre otros, uno más. El suelo está repleto de hojas de pino que acolchan cada paso, incluso de los niños que juegan ajenos al ritual, a los cánticos, pero que se manejan sin derramar una sola gota de cera, sin apagar una vela. No hay bancos, no hay reclinatorios, no hay sitios para arrodillarse más allá del suelo mismo con sus hojas de pino. Los hombres y las mujeres se mueven acompasadamente de delante hacia atrás, a veces de manera nerviosa, a veces imperceptible.Camino sintiendo sus miradas. Sin embargo, si les miro, sus ojos no se han abierto. Pero me observan, si no son ellos son sus reflejos en los espejos, sus reflejos como el mío. Miles de reflejos en los espejos, que duplican los cánticos hasta que el ruido me parece atronador.
A mi izquierda una mujer recita versos, quién sabe qué, mientras recorre el cuerpo entero de otra con un par de huevos blancos, los más blancos que puedas imaginar, como si fueran marfil, como si no pudieran romperse con un leve golpe y derramarse sobre su pelo. Me sobresalta el cacarear de la gallina que se agita en la bolsa de tela de al lado. La mujer la saca y la aprieta fuertemente contra el suelo. El olor se hace mareante, el incienso se eleva, la luz se diluye en los cánticos. No puedo mirar y sin embargo ellos me miran, con los ojos cerrados. En un momento, un breve instante, todo parece detenerse; el palpitar de las velas, los reflejos de los santos, los murmullos, los mismos niños, mi respiración, mi corazón mismo deja de latir. Un grito ahogado, un escalofrío. No puedo mirar, cierro los ojos. La gallina ya no se mueve.
quieres saber?
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