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domingo, 10 de octubre de 2010

Perfidia

Miranda no solía pensar mucho en él. Al principio recordaba vagamente sus rasgos: el color de su pelo, sus ojos, su forma de sonreír tan escasa pero sincera. Poco a poco el tiempo pasó y él se fue difuminando hasta que prácticamente fue imposible esperarlo más. No podía encontrar en nada de lo que la rodeaba su rastro. El tiempo, y sus familiares, se lo habían arrebatado de su memoria. 

Miranda solía pensar a menudo en el mar. Todas las mañanas abría la ventana de su cuarto y miraba a lo lejos. El mar no tenía rasgos que recordar, más allá del azul profundo y la larga línea del horizonte que lo separaba del cambiante cielo. Estaba segura que ningún tiempo, por muy largo que fuera, podría borrar esa imagen de sus ojos. El cielo a lo lejos podía cambiar, volverse gris, oscurecerse. Pero más allá del reflejo de la  caprichosa luz, del cambio que el tiempo quería ejercer en él, el mar tenía un espíritu impenetrable, indomable, un alma latente que permanecía atenta a Miranda cada mañana. Ella podía sentirla esperándola, esperando por el día en que finalmente se atreviera a sumergirse en sus aguas. Pero Miranda todavía tenía miedo. Se sentaba a mirar durante horas, a conversar con él en silencio. A veces se peinaba frente a la ventana, jugaba a contar las olas que llegaban como un murmullo incansable llamándola diciéndole “ven pronto, te espero”. Era divertido quedarse quieta y escuchar sus súplicas. Seguramente algún día, cuando juntara el valor necesario, se dejaría arrullar por él para siempre.

Miranda nunca pensó en la gente que la observaba. Nunca se dio cuenta de cómo murmuraban a su alrededor, de cómo creaban historias sobre la niña que crecía mirando por la ventana. Todos sabían que él se había marchado hacía tiempo. Poco podían imaginar los que no pensaban en el mar, los que, enfermos de trivialidad no escucharon jamás un ruego como el que ella oía, que  Miranda no pensaba en aquel padre que se había marchado.
Nunca entendieron que aquello dejó de pertenecer a sus recuerdos.
Nunca se dieron cuenta de que el mar jamás la abandonaría.

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