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jueves, 21 de octubre de 2010

Puns and riddles

Caminaba por las calles en una especie de extrañamiento, de sordera continua. Se preguntaba por qué todo parecía tan extraño, tan lejos de ella misma. Su mundo había desaparecido en medio de todo aquel bullicio y ni siquiera el sol que por fín brillaba la hacía sentirse menos desamparada. Comenzó a mirar a los rostros de las personas que la rodeaban. Quizá pudieran leer en su mirada desesperada cuánto necesitaba una voz amiga, alguien que consiguiera hacer esa ciudad un poco menos inaccesible.

De repente todos le parecieron felices o maravillosamente tristes, todos parecían atesorar una vida interesante, conocían rincones maravillosos, prohibidos para quien no conoce el lugar, gente interesante, pintaban, escribían, quizá estudiaran diseño o fueran bailarines. Alguno de ellos seguramente tendría un perro (cuánto echaba de menos el tacto de un animal) y podrían contarle mil trucos sobre dónde ir, cómo, dónde estaba la gente estupenda que hasta entonces no había conocido. Porque ¡madre mía! se había dado cuenta de que no conocía absolutamente nada, nada, de la esencia de la ciudad en la que llevaba viviendo dos meses. El alma de las ciudades es la gente que vive en ellas. No conocer nada era no conocer a nadie.

Colores luminosos en las paredes de los edificios, el reflejo del sol en el agua de los canales, el timbre de las bicis, la lluvia contra el cristal de su ventana, el sonido de los pasos de cebra como un toc.toc mientras esperaba el verde, los tranvías...  No podía dejar de pensar en ser acariciada, en sentir la piel de otra persona. Las distancias eran inmensas entre la gente en aquel país del norte. Un leve contacto era ya motivo para decir "lo siento". Y piel era sinónimo de él, que se encontraba tan lejos todavía. Mientrás, la distancia, la nada. Sí, claro que los humanos somos sociales, ella lo tenía clarísimo, porque era su piel, su melancolía, la que recordaba constantemente cuánto lo necesitaba.
 
Sentada en la biblioteca, llena de gente, tan estudiosos todos, tan grandes, tan altos, tan bilingües, se preguntaba si quizá no fuera aquello lo que la hacía sentir tan pequeña, tan insignificante. Al menos allí se sentía segura, en uno de esos espacios comunes que nos salvan de la angustia de tener que parecer felices, acompañados, porque están diseñados para vivir en un sueño colectivo de burbujas que no se relacionan unas con otras. El continuo ruido de los millones de libros atenuaban un poco su silencio. Voces que se dejaban oir, entendibles, caricias sonoras, instantes de intimidad.

  Despues, de vuelta al espacio vacío de la ciudad. Empezó a caminar pero, de repente, no sabía donde estaba estando donde siempre;  había olvidado cómo ir donde quería, qué calles conectaban unas con otras. Y en cada nueva esquina le parecía haber llegado a un lugar completamente desconocido.Sintio miedo, como cuando era pequeña y no se acordaba del camino de vuelta a casa, como si su cerebro se hubiese revelado y no quisiesa estar más allí. Miraba hacia todos lados, asustada, sin entender qué pasaba y porqué no podía recordar. Comenzó a andar más deprisa, buscaba lugares conocidos. No recordaba nada, empezar desde cero. Sólo veía el sol reflejandose en los canales, las bicis a su alrededor y los edificios tan iguales y tan diferentes. Ni una pista. Se sento en una orilla de la calle, donde pensó que no molestaría a los coches, los paseantes, las bicis, los tranvías.
Doblada sobre si misma, con los brazos cruzados y la cara casi en sus rodillas se fijó en el tacto de su abrigo, en su color, negro, y gris, y naranja a trazos, en las líneas que lo surcaban. Sólo su respiración, el calor de su aliento, y ese dolor en el estómago que no se iba con nada. Aquellas rayas, eran todo lo que recordaba de sí misma, toda la seguridad que le quedaba estaba en el dibujo de ese abrigo, el suyo. En ese estrecho mundo que ahora era su visión, se sentía segura. Lloró, mucho tiempo. Las lágrimas dejaban escapar sollozos pero eran ininteligibles para los habitantes de aquella ciudad. Nadie la escuchaba, nadie la veía como ella tampoco había podido verles ni escucharles. El frío comenzó a colarse devolviéndole poco a poco sus recuerdos. Levantó la cabeza y recordó aquel puesto de tulipanes que tenía enfrente. El olor del café de al lado la hizo incorporarse. Los instintos la llevaban, y se dejó guiar. Cuando cerró tras de sí la puerta de su cuarto, las gotas de lluvia empezaban a sonar en la ventana.

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