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domingo, 28 de noviembre de 2010

El sofa

Encontrar el sofá perfecto no es nada fácil. Es una inversión, una declaración de principios. Se dió cuenta en el mismo instante en que entró en la tienda. Cada sofá evocaba cosas totalmente distintas. Sí, le iba a llevar tiempo decidirse. Colores, formas, texturas, usos, limpieza, tamaño, pasado, presente, futuro de quellos sofás.Y luego los cojines, lo que lo llenarían, las promesas de colores, de confortabilidad, de calidez, de contraste.

Caminaba entre aquellas profecías de vida, intentando imaginar cuál de ellas era la suya. Demasiado difícil para empezar. Así que empezó con los otros, con los sofás que no eran el suyo sino el de otra persona. Sí, allí estaba el sofá de su abuela, claro que sí. De estampado en varios colores, pero sufrido, que soportara el tiempo. Era convertible, un sofá-cama, para cuando vinieran visitas y con los cojines rigurosamente colocados simétricamente y por tamaños. Más allá vió a su padre tumbado comodamente en un sofa enorme, arropado con una manta pequeña, que no conseguía taparle entero. Se rascaba la cabeza mientras veía la televisión y buscaba la postura acurrucándose entre la montañá de cojines en su espalda. Era un sofa verde, muy usado, con las marcas de su cuerpo por el uso, pero suave. Su madre estaba de pie mirando sillas en el otro lado de la tienda. Buscaba sillas antiguas, de esparto y madera, sin cojines. Fáciles de limpiar.  Los sofás normalmente los llenaban sus gatos, o los perros. Siempre estaba incómoda en un sofá, perdía la postura, buscaba estar recta. No sabía cómo relajarse si no era durmiendo. Y para eso estaba la cama.
¿Y qué tal regalar? Sí, también podía jugar a eso, a imaginar que sofá le regalaría a los demás. Esta vez no como un reflejo, sino como una proyección. Sí, esperanzas. Allí estaba ese sofá naranja. Se sentó en él, moderno pero cómodo, hecho de cojines y con estructura de metal. Era amplío, calentito y capaz de llenar una casa entera. Casi podía imaginarle allí; qué diferente hubiera sido todo. Sí, el naranja hubiera llenado aquella casa de luz, de alegría. Incluso podría curarle. Era un sofá para llorar en él, y reir. Para dejarse ir, y llenarse de vida. En aquella casa blanca sólo habría ese sofa y la luz entrando por las ventanas. Y él dejaría de estar tan oscuro por dentro, dejaría de tener miedo, de destruirlo todo. Las paredes vacías.
Se levantó de allí. Ese no era el suyo tampoco, no. Era el de él. Y él no podía estar en su casa de nuevo. No, esta casa iba a estar llena de ella misma, de lo bueno que podía recordar. Oh, sí. Allí estaba ese sofá, pequeño, de dos plazas, y de color crema, imitación a piel. Era extraño porque era frío pero allí nunca había frío. No, recordaba calor, seguridad y espacio. Allí, en ese sofá de dos plazas para los cuatro. No importaba, la mesa de madera estaba allí, los escalones en frente de la chimenea. Ella sentada en el sofá y ellos rodeándola. Intimidad, amor, calor. Podías descansar en aquel sofá, y hablar de todo. Sus ojos azules llenos de luz como los de su madre, con penas heredadas pero mejor llevadas quizá, sí. Y confianza. Y cariño. Ese sofá era al que recurría cuando todo parecía desvanecerse, cuando tenía miedo. Las risas de esa niña pequeña, su prima, la recordaban a ella misma, la hacían sonreir. Y ella, con su voz suave, su zumo de naranja por las mañanas y "los buenos días dormilona", como un "me encanta que seas así, así te quiero". Se secó una lágrima que quería resbalar, y se levantó de aquel sofá apoyándose en él, pasando la mano por su respaldo como una caricia.
La sección más transitada de la tienda era la de los sofás de diseño, los más modernos. Formas imposibles, nuevas aplicaciones, colores arriesgados. Había sofas con formas geométricas: en equis, circulares, hechos con triángulos, en zig-zag. Sí, posibles conversaciones, metáforas de relaciones. Pero, ¿cómo serían las casas? Ella no podía imaginarlas. Aquellos sofas le recordaban aquellos platos de diseño tan cuidado que dejan de ser apetitosos. No quieres comerlos porque perderan lo mejor que tienen, su forma perfecta, su elaboración. Se sentó en algunos de ellos, sí, y pensó que la mayoría eran terriblemente incómodos. Sofas ergonómicos, tan perfectos. Se imaginaba a sí misma arreglándose por las mañanas para sentarse en aquel sofa con forma de ese, de un rojo perfecto, ni muy oscuro, ni muy chillón. Elegante, estable. Parecía demandar un inquílino tan elegante y tan estable como él, bien vestido para tomar el desayuno, con pose delicada y cuidadosamente estudiada. Ropa interior siempre conjuntada, bien peinada, bebiendo té verde y leyendo el periódico. La casa en silencio. Baldosas blancas. No, demasiado frío, demasiado orden. Y ese respaldo clavándose en la espalda, esa imposibilidad de estirarse, de relajarse en cualquier postura, de dormir plácidamente por unos minutos, de tumbarse al lado de otra persona, abrazados, ver una película, con olor a palomitas y el pelo despeinado.
Sí, su sofa sería ancho, para no estar sola si no quería estarlo. Y lleno de cojines, de texturas distintas, sí, y colores. Y suave, y de color tierra, cerca de la madera y del esparto y del beige. Tambíén habría un cojín naranja, pero entre muchos otros de diferentes tamaños. No pesaría, sería facil de mover, y podría convertirse en cama para cuando todos vinieran a verla. Pondría una manta roja en el respaldo, del color perfecto, para taparse mientras leía un libro. No iba a escoger mucho más porque faltaba lo que el querría. Había que dejar espacio para sus cojines, su manta, sus colores, sus texturas. Sí, compraría un módulo, uno que se pudiera combinar con los otros. Todavía no podía imaginar mucho de aquella casa, quizá el suelo de madera. Pero los olores sí, a chocolate, y a albahaca. Y a las páginas de un libro nuevo,  a lluvia,  a verde,  a mar,  a patatas fritas, a aceite de oliva, a zumo de naranja.

Ven a verme

Una imagen en mi cabeza se repite y te veo a tí, entonces, nunca, abrazando a un árbol inmenso. Tus brazos no pueden ni rodear la mitad de ese tronco inmenso, fuerte y lleno de arrugas que recuerdan el esfuerzo que le llevó crecer. Verte así, con los ojos cerradas, sonriendo y llena de luz abrazada a ese árbol silencioso. Es él quien te abraza a tí, quien te da más, en silencio. Y tú de repente ya no eres más tú sino que ahora eres yo, quien te mirá, y ahora tú me miras a mí. Pero no puedo ver tus ojos porque ahora estoy con el árbol y siento en él tu abrazo cálido. O a lo mejor sí, sí puedo verte, pequeña, sólo ojos, o inmensa, sólo ojos. Y cálida y fría a la vez. Pero tú y yo en ese bosque silencioso.
Me pregunto dónde ocurrió todo eso, dónde está ese lugar, porque quiero llevarte, quiero ir allí contigo. No, miento, quiero que tú me lleves. He esperado mucho tiempo a que lo hagas. Dos billetes, un regalo eterno, porque no llega, porque duraría para siempre. Como esta imagen. Sí, alguna vez pasó, entre piedras y más piedras, cuando me asustaba que te perdieras en uno de esos agujeros negros. Pero siempre salías. Entonces yo no quería ir contigo, te esperaba afuera llena de miedo. De repente salías de lo oscuro y me sonreías. Siempre te recuerdo sonriendo y estoy segura de que no lo hacías tanto. No te gusta tu sonrisa. A mí, sí. Gracias por llenarme de magia, por traerme las sirenas, Papa Noel, las brujas, las hadas y sobretodo el bosque. Por abrirme libros llenos de fantasía.




Debió ser entonces, en la bañera, mientrás me leías. Sí.

jueves, 21 de octubre de 2010

Puns and riddles

Caminaba por las calles en una especie de extrañamiento, de sordera continua. Se preguntaba por qué todo parecía tan extraño, tan lejos de ella misma. Su mundo había desaparecido en medio de todo aquel bullicio y ni siquiera el sol que por fín brillaba la hacía sentirse menos desamparada. Comenzó a mirar a los rostros de las personas que la rodeaban. Quizá pudieran leer en su mirada desesperada cuánto necesitaba una voz amiga, alguien que consiguiera hacer esa ciudad un poco menos inaccesible.

De repente todos le parecieron felices o maravillosamente tristes, todos parecían atesorar una vida interesante, conocían rincones maravillosos, prohibidos para quien no conoce el lugar, gente interesante, pintaban, escribían, quizá estudiaran diseño o fueran bailarines. Alguno de ellos seguramente tendría un perro (cuánto echaba de menos el tacto de un animal) y podrían contarle mil trucos sobre dónde ir, cómo, dónde estaba la gente estupenda que hasta entonces no había conocido. Porque ¡madre mía! se había dado cuenta de que no conocía absolutamente nada, nada, de la esencia de la ciudad en la que llevaba viviendo dos meses. El alma de las ciudades es la gente que vive en ellas. No conocer nada era no conocer a nadie.

Colores luminosos en las paredes de los edificios, el reflejo del sol en el agua de los canales, el timbre de las bicis, la lluvia contra el cristal de su ventana, el sonido de los pasos de cebra como un toc.toc mientras esperaba el verde, los tranvías...  No podía dejar de pensar en ser acariciada, en sentir la piel de otra persona. Las distancias eran inmensas entre la gente en aquel país del norte. Un leve contacto era ya motivo para decir "lo siento". Y piel era sinónimo de él, que se encontraba tan lejos todavía. Mientrás, la distancia, la nada. Sí, claro que los humanos somos sociales, ella lo tenía clarísimo, porque era su piel, su melancolía, la que recordaba constantemente cuánto lo necesitaba.
 
Sentada en la biblioteca, llena de gente, tan estudiosos todos, tan grandes, tan altos, tan bilingües, se preguntaba si quizá no fuera aquello lo que la hacía sentir tan pequeña, tan insignificante. Al menos allí se sentía segura, en uno de esos espacios comunes que nos salvan de la angustia de tener que parecer felices, acompañados, porque están diseñados para vivir en un sueño colectivo de burbujas que no se relacionan unas con otras. El continuo ruido de los millones de libros atenuaban un poco su silencio. Voces que se dejaban oir, entendibles, caricias sonoras, instantes de intimidad.

  Despues, de vuelta al espacio vacío de la ciudad. Empezó a caminar pero, de repente, no sabía donde estaba estando donde siempre;  había olvidado cómo ir donde quería, qué calles conectaban unas con otras. Y en cada nueva esquina le parecía haber llegado a un lugar completamente desconocido.Sintio miedo, como cuando era pequeña y no se acordaba del camino de vuelta a casa, como si su cerebro se hubiese revelado y no quisiesa estar más allí. Miraba hacia todos lados, asustada, sin entender qué pasaba y porqué no podía recordar. Comenzó a andar más deprisa, buscaba lugares conocidos. No recordaba nada, empezar desde cero. Sólo veía el sol reflejandose en los canales, las bicis a su alrededor y los edificios tan iguales y tan diferentes. Ni una pista. Se sento en una orilla de la calle, donde pensó que no molestaría a los coches, los paseantes, las bicis, los tranvías.
Doblada sobre si misma, con los brazos cruzados y la cara casi en sus rodillas se fijó en el tacto de su abrigo, en su color, negro, y gris, y naranja a trazos, en las líneas que lo surcaban. Sólo su respiración, el calor de su aliento, y ese dolor en el estómago que no se iba con nada. Aquellas rayas, eran todo lo que recordaba de sí misma, toda la seguridad que le quedaba estaba en el dibujo de ese abrigo, el suyo. En ese estrecho mundo que ahora era su visión, se sentía segura. Lloró, mucho tiempo. Las lágrimas dejaban escapar sollozos pero eran ininteligibles para los habitantes de aquella ciudad. Nadie la escuchaba, nadie la veía como ella tampoco había podido verles ni escucharles. El frío comenzó a colarse devolviéndole poco a poco sus recuerdos. Levantó la cabeza y recordó aquel puesto de tulipanes que tenía enfrente. El olor del café de al lado la hizo incorporarse. Los instintos la llevaban, y se dejó guiar. Cuando cerró tras de sí la puerta de su cuarto, las gotas de lluvia empezaban a sonar en la ventana.

martes, 19 de octubre de 2010

Otra encadenada

 El sueño es un terreno fronterizo.

Son esas sombras de mí que aparecen cada noche.
 
Así, a veces, dormida, me levanto. 
Porque entonces yo no soy yo 
sino esa sombra que se resiste a caer.



Otra, encadenada.

lunes, 18 de octubre de 2010

Psicoanalisis...

Sí, confieso.
He escuchado mil veces tu voz,
y el espacio entre nuestros pasos
ha sido violado mil veces,
cada vez que huelo a tí, diría.

Sí, confieso.
A veces en la noche sueño
cosas prohíbidas,
ni siquiera de tí, cosas robadas,
ni siquiera en silencio, me cuentan.
Y sé que estás aquí, en cualquier parte todavía.

Pido que el tiempo te derrumbe
y no acepto consejos.
Escupo en los espejos
que muestran tu imagen enemiga
y huyo de las sombras que proyectas
y escapo una vez y nunca de las grietas
que recubren mis paredes.

Confesar sirve de poco, me pregunto.
Sin embargo, sigo hablando para tí.

domingo, 10 de octubre de 2010

Perfidia

Miranda no solía pensar mucho en él. Al principio recordaba vagamente sus rasgos: el color de su pelo, sus ojos, su forma de sonreír tan escasa pero sincera. Poco a poco el tiempo pasó y él se fue difuminando hasta que prácticamente fue imposible esperarlo más. No podía encontrar en nada de lo que la rodeaba su rastro. El tiempo, y sus familiares, se lo habían arrebatado de su memoria. 

Miranda solía pensar a menudo en el mar. Todas las mañanas abría la ventana de su cuarto y miraba a lo lejos. El mar no tenía rasgos que recordar, más allá del azul profundo y la larga línea del horizonte que lo separaba del cambiante cielo. Estaba segura que ningún tiempo, por muy largo que fuera, podría borrar esa imagen de sus ojos. El cielo a lo lejos podía cambiar, volverse gris, oscurecerse. Pero más allá del reflejo de la  caprichosa luz, del cambio que el tiempo quería ejercer en él, el mar tenía un espíritu impenetrable, indomable, un alma latente que permanecía atenta a Miranda cada mañana. Ella podía sentirla esperándola, esperando por el día en que finalmente se atreviera a sumergirse en sus aguas. Pero Miranda todavía tenía miedo. Se sentaba a mirar durante horas, a conversar con él en silencio. A veces se peinaba frente a la ventana, jugaba a contar las olas que llegaban como un murmullo incansable llamándola diciéndole “ven pronto, te espero”. Era divertido quedarse quieta y escuchar sus súplicas. Seguramente algún día, cuando juntara el valor necesario, se dejaría arrullar por él para siempre.

Miranda nunca pensó en la gente que la observaba. Nunca se dio cuenta de cómo murmuraban a su alrededor, de cómo creaban historias sobre la niña que crecía mirando por la ventana. Todos sabían que él se había marchado hacía tiempo. Poco podían imaginar los que no pensaban en el mar, los que, enfermos de trivialidad no escucharon jamás un ruego como el que ella oía, que  Miranda no pensaba en aquel padre que se había marchado.
Nunca entendieron que aquello dejó de pertenecer a sus recuerdos.
Nunca se dieron cuenta de que el mar jamás la abandonaría.

miércoles, 6 de octubre de 2010

NO ES UN POEMA, Susana Thenon

Los rostros son los mismos,
los cuerpos son los mismos,
las palabras huelen a viejo,
las ideas a cadáver antiguo.


Esto no es un poema:
es un grito de rabia,
rabia por los ojos huecos,
por las palabras torpes
que digo y que me dicen,
por inclinar la cabeza
ante ratones,
ante cerebros llenos de orín,
ante muertos persistentes
que obstruyen el jardín del aire.

Esto no es un poema:
es un puntapié universal,
un golpe en el estómago del cielo,
una enorme náusea
roja
como era la sangre antes de ser agua. 


lunes, 27 de septiembre de 2010

Teatro

La mirada del otro es siempre algo perturbador.
Algo perturbador y algo adiptivo, deseable, sensual. Tiene que ver con el contacto, con la mera presencia del otro, con sabernos en cierta manera deseados, o más bien deseables. Sin embargo, en esas miradas en las que siempre he querido vislumbrar tantas cosas, ahora me pregunto qué había o qué hay de verdad, y cuánto de mí misma he puesto en lo que yo leía en ellas. Más allá de la mirada del otro están sus palabras. Pero ¿quién es más sincero? Estoy pensando en tantas veces en las que no pude creerte, a ti también entre más, sin saber todavía qué parte era realidad, qué parte era simplemente artificio. Me gustaría preguntarte qué pensabas realmente entonces cuando me mirabas así, cuando me decías aquellas cosas, cuando me escribías, me buscabas. Nunca te creí y no es que tenga ya mucha importancia. Sin embargo, recuerdo como empezaste a mirarme diferente, recuerdo cómo me encantaba al principio, furtívamente; cómo después no pude; cómo al final no quise que me miraras más.

Aquí, a salvo de miradas indiscretas, me expongo más que nunca, cobijada en un semi anonimato, entre las sombras de palabras que fácilmente podría eludir. Te deseché muy pronto. Tenía miedo de lo que veías en mí. No sé qué sería. Yo nunca lo he visto.

Creo, en el fondo, que eso que como tú otros dicen que tengo, es sólo un reflejo del sol.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Yesterday

Recuerdo a menudo las manos de mi madre.
A veces trae algún rasguño. A mi madre le encanta tocar la tierra, llenarla de árboles, de plantas. Cuando vivíamos en el piso, llenaba la terraza de cactus y crasas (era lo único que soportaba aquel viento y el sol de un cuarto piso). Siempre había espacio para más, siempre había algo que descubrir en cada nueva hoja, en cada  flor. Mi madre mira las plantas con admiración, con sorpresa, como si fuese un milagro que los árboles empiecen a echar hojas de nuevo cada primavera , que en verano los árboles se llenen de fruta y en otoño regresen las castañas. Espera ilusionada los bulbos en el invierno, sobretodo los que nacen de la tierra sin avisar, los que ella no plantó, los que sí son un descubrimiento. Pasear con mi madre por un bosque es de verdad estar en ese bosque. De repente puedes ver los insectos moviéndose bajo tus pies, las flores diminutas escondidas entre las rocas, el sonido de nuevos pájaros que siempre estuvieron pero que jamás te paraste a escuchar. También los peligros, las piedras resbaladizas, los animales peligrosos, la tierra encharcada que se hunde bajo la hierba.
Yo nunca he sido muy buena viendo todas esas cosas. Pertenecen al mundo de mi madre. A veces, cuando estoy con ella entiendo porque le gusta tanto tocarla. Yo, desde fuera, observo muy bien lo predecible. Sé que detrás de la primavera siempre llega el invierno. Muy pocas veces tengo la paciencia para esperar que salga un nuevo tallo. 
LAs manos de mi madre es lo único que yo no he desdibujado en mi fantasía. Es lo unico que es igual en la madre que soñé y en la que tengo. Quizá porque nunca pensé que tuviera las manos perfectas. A veces me cuesta reconocerla, y recordarla se hace duro porque parece que la mujer que guardo en mi cabeza se fue hace mucho tiempo. Hay algunos momentos hermosos que quiero recordar, y siempre están sus manos. Todavía las veo enormes aunque hace tiempo que realmente no lo son, desde que crecí. Y sin embargo, pensando en ellas se me aparecen como gigantes que me sostendrán en mis primeros pasos. Gigantes cariñosos que me abrazarán cuando llore la primera vez por amor. Gigantes que me despertarán tocando el piano, despacio, sin palabras pero con mucho amor. Otras veces, me enseñarán a cocinar bechamel o a hacer galletas. Con ellos coseré la manta que regalaremos a mi padre. Y tiempo después, son ellos los que me llevarán a recordarla, a buscar el hueco de su cuerpo para que me acune. Cuando me dirijo a él siempre creo que va a ser enorme, pero apenas llego a ella, aparece la mujer pequeña y frágil que es mi madre, con sus ojos azules y su sonrisa apretada. Y luego miro sus manos y recuerdo que a mi madre le gusta tocar la tierra. Y yo, cada vez más, quiero tener unas manos como las suyas. Así, que no sean perfectas.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Contraseña

Yo le escribo inconscientemente
cartas desde el silencio.

Ahora me gusta el café
y ver a la gente liándose cigarrillos,
visitar librerías, sentarme a leer
en el suelo,
los mercadillos, los puestos de verdura.

Leo poesía,
escucho jazz a cada rato
y sonrío cuando le encuentro
escondido en una palabra.

Le imagino caminando en una ciudad
no muy distinta de la que ahora es mía:
agua, canales, frío, viento, el sol furtivo a ratos.

Yo le escribo inconscientemente
cartas desde el norte.

Casi puedo adivinar sus pasos,
su balanceo suave,
su pañuelo al cuello,
los labios apretados,
sus pasos acercándose,
su pelo, su sonrisa al verme.

Yo le escribo inconscientemente
cartas al sur y llegan

sus brazos, su boca, los besos,
suyas-mías-nuestras lágrimas.
Nuestras risas también
llenando lo que fue el silencio
reduciendo el espacio a cero
liberando el cuerpo
despertando acurrucada en él.

La distancia se diluye,
mi esperanza grita desde el papel
¡Adelante!, y sé al fin que,
a pesar de todo,
puedo escribir
inconscientemente
en sueños
mientras hablo
al moverme
al respirar
al esperarle
a tientas
en silencio.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Miedo al naufragio

Durante mucho tiempo busqué las preguntas correctas, imaginé las respuestas adecuadas, esperé por el momento justo.
Ahora, sentada aquí, sólo espero.
¡Qué vacía se encuentra esta habitación de mi! No encuentro por ningún lado coherencia, no resisto la espera de lo inesperado, de no saber si las certezas se desvanecen a cada paso que doy hacia el Norte.
Para ser sincera, quizá esté vacía, sin más. Quizá por eso no escriba, ni actúe, ni consiga tener amigos. Tal vez no haya nada que escribir, nada que contar. Pero entonces, ¿por qué siento esta necesidad? Es ella la que me ha llevado a pensar que hay palabras esperando por mí, historias y sensaciones, y fantasmas. Ahora me doy cuenta que es tanto como creer que existe Dios sólo porque necesito que exista. ¿Pero es que acaso hay alguno por mucho que yo le hable? ¿Es que acaso yo valgo algo por mucho que yo sienta que sí? Hubo un tiempo en el que estaba segura, en que creí. Pero ya no creo siquiera que tú seas real. He debido imaginarte.
Y ni esto es nuevo, ni he conseguido escribirlo con más ingenio que cualquiera de los cientos que antes de mí hablaron del mismo tema. ¿Cuáles son mis delitos? ¿Por qué me siento tan sola? Una vez naufragué durante años...
No naufraga quien no viaja y yo he decidido viajar otra vez, me he atrevido, sí. Para encontrar no sé qué que creo necesitar para empezar mi vida. Pero mi vida ya ha comenzado. Y es esto, esto que es nada realmente. ¡Qué miedo tengo de que sea todo! De no ser como un día me vi, me soñé. ¿Cómo hacer que realidad y fantasía me permitan vivir? ¿Cómo abandono la costumbre de dejar que el tiempo pase sin hacer nada? Una voz grita en mí: "escribe". Quiero llorar, siento la llamada del mar empujándome al naufragio. No hay cuerdas ni salvavidas; sólo yo sobre una roca que poco a poco va hundiéndose, sin ni siquiera atreverme a gritar pidiendo ayuda para no ser rechazada, sin probar si hago pie en la oscuridad o si soy capaz de llegar hasta la orilla. Quieta, inmóvil.
No te salves