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sábado, 24 de diciembre de 2011

Cariño

Desde que él se fue, le costaba respirar. Le costaba recordar quién era ella.
Durante miles de años jugaron a no conocerse, a ser extraños que concidían en  la casa por horas, compartiendo nada más que sus soledades. Despues tuvieron que encontrarse y una nueva vida empezó para los dos. Descubrieron al otro, el cariño y el cuidado de esperar juntos a que la vejez se extendiera por sus venas. 
Excursion into philosophy, Hopper
Nadie lo vio tan claro, ni si quiera ella, hasta que él se fue. Entonces se dió cuenta de que él la había querido más que nadie. Porque él sabía, sabía todo, incluso lo que ella había querido olvidar, lo que había maquillado a través de los años de gran señora. Y sin embargo guardó su secreto; lo guardó tan bien, que lo olvidó para no hacerle daño al recordar. 
En cambio ella se hizo fuerte en los errores de él.  Los repetía casi con saña y lo excluía de los hijos que  no quiso compartir nunca. Y sin embargo, cuando él se marchó, a mi abuela le faltó el aire. Le faltó el cómplice con el que compartía su necesidad de olvidar sus fallos, de olvidar la guerra y también el propio desencanto consigo mismos. Ella nunca enmendó del todo sus errores con el mundo, ni pidió perdón a nadie. Sin embargo, se fue tras él una noche, yo creo, para decirle de una vez por todas que no podía, que no quería ya ser más sin él. O tal vez él la vino a buscar, quizá le susurró al oído que le acompañara, que conocía un lugar donde el pasado no pesaba tanto, ni ellos mismos, ni había dolor. Puede que él no se marchara nunca hasta esa noche, que la esperara paciente, sentado en la cama. Y entonces le cogió la mano, le dió un beso y se miraron sonriendo. Ella le llamó cariño, como cuando estaban solos, y él le dió miles de besos. Y se marcharon juntos, en silencio, cuando amanecía.

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